Muy Señores Míos:
La gracia y
la paz del Señor Jesús los acompañe siempre y los llene de santo celo por la
causa del Evangelio.
El motivo de
la presente es el deseo de compartir con ustedes algunas inquietudes acerca de
nuestro papel en la Misión Continental, que ya está dando sus primeros pasos
por todas partes. Como es fácil intuir, no se trata de un compromiso que tiene
que ver solamente con los laicos comprometidos. Se trata de algo esencialmente
eclesial, que por lo tanto exige la participación de todos: clero, laicado y
vida consagrada. Además, una Misión de este tipo, para tener éxito, necesita
tomar en cuenta todos los aspectos de la vida eclesial, no solamente el aspecto
intimista de un mayor acercamiento a Dios de parte de los católicos alejados.
Estructuras
de pecado
¿Qué podemos
pensar al constatar el abandono generalizado de nuestras masas católicas?
Parecen “ovejas sin pastor” (Mc 6, 34). Que algo anda mal entre nosotros.
Alguien dirá: “¿Qué culpa tengo yo? Yo hago lo que puedo”. Así es, cuando se
trata de algo que rebasa la responsabilidad de una determinada persona. En este
caso se habla de pecado comunitario, en que nadie tiene la culpa y todos la
tenemos.
Entonces,
¿por qué no hacemos a nivel de Iglesia el mismo tipo de análisis que
acostumbramos hacer a nivel de Sociedad? En concreto, ¿qué pensamos cuando
vemos a un grupo humano, una región o un país, sumido en la miseria y el
abandono? ¿A quiénes en primer lugar responsabilizamos de la situación: a las
masas populares o a las autoridades y las clases más pudientes? Pues bien, ¿por
qué no hacemos lo mismo dentro de la Iglesia? ¿Acaso la Iglesia no es una
sociedad y por lo tanto no está sujeta a los mismos riesgos que cualquier otro
tipo de sociedad, donde los instalados y privilegiados del sistema no se
preocupan y hasta se aprovechan de los demás?
Conversión
institucional
Es lo que
necesitamos con urgencia dentro de la Iglesia: algún signo visible, que hable a
toda la comunidad católica de una actitud de conversión que venga desde arriba.
Y vaya que en este aspecto hay mucho que hacer. Pensemos en el trato con los
feligreses, en los malos testimonios de algunos hermanos, que manifiestan
adiciones incompatibles con el ministerio, el manejo de los aranceles, etc.
Evidentemente
esto no basta para crear un nuevo rostro de Iglesia, en que todos los
feligreses sean debidamente atendidos y tomados en cuenta en el quehacer
eclesial, a la luz de la Palabra de Dios. Para eso se necesitan cambios
estructurales más profundos, que rebasan nuestras posibilidades concretas. De
todos modos, en este momento y dadas las condiciones actuales en que nos
encontramos, algo podemos hacer en esta línea y esto es lo que la comunidad cristiana
espera con ansia de nosotros.
Encubrimientos
Ya es tiempo
de acabar con ciertos rezagos clasistas del pasado, en que la casta sacerdotal
parecía intocable, no obstante cualquier abuso que pudiera cometer en perjuicio
de la comunidad cristiana. Ya en la sociedad existe una nueva sensibilidad al
respecto, que no permite quedar indiferentes ante ciertos atropellos de parte
de los que tendrían que dar ejemplo de equilibrio, ecuanimidad y justicia.
En la
práctica, ¿qué pasa cuando un cura se porta mal y el pueblo se queja ante la
autoridad competente? Que se le cambia de lugar, para que siga con lo mismo con
otra gente. Así que, por lo general, para proteger a un cura desequilibrado, se
sacrifican a enteras comunidades cristianas. En estos casos ¿por qué no se le
suspende de una vez, hasta que no se rehabilite mediante un oportuno
tratamiento y esté en condiciones de volver a asumir el cargo que le
corresponde?
Que no se
vaya a repetir el caso de los curas pederastas, que tanto daño han causado a la
credibilidad de nuestra institución. Tenemos que convencernos de que toda
paciencia tiene un límite y, al volverse insostenibles, en cualquier momento
ciertas situaciones pueden explotar, con grave perjuicio de toda la comunidad
cristiana.
Amenazas y
castigos
Para que
esto no suceda, a veces se acude a las amenazas: “Si me salgo de la parroquia,
se van a quedar sin nada”; “Si no me obedecen, los voy a excomulgar”, a
sabiendas de que no tienen ningún derecho para hacerlo y sin tener en cuenta si
lo que piden los feligreses es algo correcto o incorrecto. Una prueba evidente
de abuso de autoridad, que no admite razones: o rendición incondicional o
castigo. Situaciones de otros tiempos, que aún persisten en algunos ambientes
eclesiales y que es urgente desterrar una vez por todas como una muestra
tangible de conversión de parte de la institución.
Y cuando ya
se da el caso, se aplica el castigo: parroquias o pueblos sin atención pastoral
durante algún tiempo como escarmiento por haberse rehusado a cumplir con los
caprichos del señor cura. ¿Hasta cuándo?, me pregunto.
Católicos
desprotegidos
Es un hecho
que, con relación a la realidad eclesial, actualmente existen puntos de vista
totalmente diferentes, según se vean las cosas desde la azotea o desde la
calle. Los que miran las cosas desde la azotea, las ven muy esfumadas, todo
color de rosa, que no compromete en nada. Con facilidad hablan de tolerancia,
respeto y amor para con todos, como si viviéramos en el país de las maravillas.
Al
contrario, los que miran las cosas desde la calle, las ven muy diferentes:
constantes cuestionamientos de parte de la competencia, humillaciones y extrema
inseguridad de parte del católico. Muchos, en la misma familia y entre los
mismos parientes y compañeros de trabajo, cuentan con gente que ya se cambió de
religión y no deja de molestar a cada rato con el pretexto de las imágenes, el
bautismo de los niños y tantas cosas más.
Ante esta
situación, me pregunto: “¿Qué nos está pasando? ¿Acaso no nos damos cuenta de
que nuestros feligreses se encuentran totalmente desprotegidos ante los ataques
sistemáticos y capilares de los grupos proselitistas, cuyos miembros a veces se
encuentran en la propia familia? ¿Cómo es posible tratar de resolver el
problema, aconsejándoles que simplemente no les hagan caso, les cierren la
puerta o les hablen del amor de Dios? ¿Por qué no hacer todo lo posible por
ayudar a nuestra gente a prepararse adecuadamente para poder vivir su fe con
dignidad y sin zozobras en un mundo plural y tan conflictivo como el nuestro?
¿Acaso nuestros feligreses no tienen derecho a recibir una orientación precisa
de parte de sus pastores, cuando la duda los atrapa y ya no saben qué hacer?
¿Es tan difícil darse cuenta de que la receta ecuménica no siempre es adecuada
para enfrentar la problemática actual? ¿Por qué tanta fobia hacia la
apologética, considerada como cosa del pasado?”
En realidad,
nunca como ahora la apologética ha sido tan urgente y necesaria. De hecho,
nunca como ahora el pueblo católico se ha encontrado tan cuestionado y atacado
de parte de los que tienen otras creencias. Y nosotros, bien campantes con
nuestro malentendido ecumenismo, abandonando a su suerte a nuestra gente y
dejando cancha libre al lobo feroz. En lugar de buscar a la oveja perdida (Lc
15, 4-6) y fortalecer a la débil (Ez 34, 4), preferimos hablar de libertad (que
cada una es libre de ir adonde quiera) y convencerlas de que en fin de cuentas
el lobo no es tan malo como lo pintan y que en el fondo se trata de otro tipo
de pastor (Cf. Jn 10. 10ss).
Pretendemos
tapar el sol con un dedo, tratando de liquidar con pretextos ingenuos un
problema demasiado grave, como si nuestros feligreses fueran tan torpes que no
se dieran cuenta de que están siendo abandonados por sus pastores, que, en
lugar de velar por el bien del rebaño (1Pe 5, 1ss; 2Pe 2, 1ss), están
preocupados por quedar bien con todos y no meterse en problemas.
Pecado
contra el Espíritu Santo
A veces me
pregunto si no estamos pecando contra el Espíritu Santo. En realidad, ¿en qué
consiste el pecado contra el Espíritu Santo? En encerrarse en uno mismo y
rechazar toda evidencia en contra de la propia manera de actuar, pase lo que
pase. El pecado que cometieron los “sabios y entendidos” del tiempo de Jesús,
que, no obstante todos los “signos”, se resistieron hasta el final, con tal de
no dar su brazo a torcer, causando el más grande desastre para su pueblo.
En nuestro
caso, ¿qué estamos esperando para cambiar de rumbo? ¿Que primero toquemos
fondo, permitiendo que poco a poco vayan desapareciendo por completo nuestras
masas católicas, fagocitadas por la competencia? Mientras tantos, nos
aprovechamos de ellas, dándoles comida chatarra y sacándoles lo necesario para
los frijolitos y algo más.
¿Basta con
el mandato?
Para
despertar de este sueño (¿o pesadilla?), en que vivimos, tenemos la grande
oportunidad de la “Misión Continental”. A condición de que la tomemos en serio
y no limitemos nuestra participación a conferir el “mandato” a los laicos que
se van a comprometer en ella, descargando sobre ellos toda responsabilidad al
respecto.
Si queremos
hacer las cosas en serio, no nos queda que imitar el ejemplo de Jesús, el
misionero del Padre, que primero formó a sus discípulos, conviviendo con ellos
(Mc 3, 14), y después los envió a evangelizar el mundo entero (Mc 16, 15), bien
entrenados y con instrucciones bien precisas (Mt 10, 5ss; Lc 10, 2ss), imitando
su ejemplo. (Ver “Listos para la Gran Misión”, un folleto que acabo de escribir
acerca de la Misión Continental).
O todo se
vuelve rutina y pura pantalla, sin una verdadera incidencia en la vida
eclesial. Como en el pasado ya sucedió en distintas ocasiones.
Cambios
urgentes
Además, si
queremos arrancar con la Misión Continental bajo los mejores auspicios,
considero de suma importancia poner en práctica de inmediato estas dos sugerencias:
1.- Desligar
de toda tarea material (rifas, kermeses, tamales, etc.) a los laicos
comprometidos con la evangelización. Que los demás se encarguen de este
aspecto, no olvidando la recomendación de Jesús: “Que los muertos sepulten a
sus muertos. Tú ve a anunciar el Reino de Dios” (Lc 9, 60).
2.-
Desterrar de una vez de nuestros ambientes la mala costumbre, aún vigente en
algún lugar, de buscar fondos económicos organizando fiestas con baile y
borrachera. Que la autoridad competente intervenga con todo el peso de la ley
para que esto no se vuelva a repetir por ninguna razón, tratando de no dar a
nadie motivo para desacreditar nuestro ministerio.
Conclusión
Sin duda, y
con toda razón, no faltará alguien entre ustedes que, al leer esta Carta
Abierta, se sentirá molesto, convencido de estar haciendo todo lo que puede en
orden a la Misión Continental. En este caso, no se preocupe. Siga adelante, sin
desmayar. Posiblemente encontrará algún detalle que lo pueda ayudar a mejorar
las cosas. Qué lo aproveche.
Para los
demás, ciertamente estas sugerencias les podrán resultar de suma importancia,
para el éxito de la Misión Continental. Sepan que cuentan con un recuerdo
especial en mis oraciones, para que su compromiso misionero se vaya
fortaleciendo cada día más por la acción del Espíritu y consiga frutos siempre
más abundantes.
Unidos en la
oración y en el mismo ideal misionero.
Tapachula,
Chis., a 18 de enero de 2010.
Atentamente.
P. Flaviano
Amatulli Valente, fmap
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